Último día del año. 2023 se acabó y aunque no sabía cómo recapitular todo lo vivido, al ver este último amanecer de Diciembre en mi estudio y sin poder tocar un pincel, me he venido un poco abajo. Es necesario tomar perspectiva y valorar todo lo conseguido hasta ahora.
Me cuesta mucho comenzar a escribir. Soy como una pila con sus dos polos. El rojo, el negro. Y cada uno arranca un pedazo de mí hacia sí mismo, lo atrae cuando la corriente del pensamiento me atraviesa.
Ha sido un año de contrastes emocionales y de vivirlos con la intensidad que merecen, algunas veces desde el exceso, otras desde la apatía y la vivencia tardía. Los agradables, los angustiosos. Sé que la madurez siempre viene de la experimentación y del saber gestionar los momentos complejos tratando de recobrar el equilibrio, volver al centro. Aún así, he añorado algunas carcajadas sin preocupaciones.
Inicié el año afrontando un despido, la empresa ya no iba como debería para mantener a dos trabajadoras. Yo ya no hacía falta. Me costó asumirlo, a pesar de intuirlo. Pero, veía la oportunidad que me ofrecía y la necesidad que yo tenía de parar, de bajar el ritmo y centrarme, por una vez, en aquello que me reconforta: escribir y dibujar. Estaba tan desgastada…
Se inició una etapa de duelo inesperado, pero real. Un duelo que, como el fuego al echar leña, se reavivó más tarde siendo yo la que despedía a la carrera un hogar o afrontando el final de una etapa de tranquilidad, la de la escuela infantil, para volver a sentirme vulnerable en una nueva ciudad, lejos de todo lo habitual y conocido. Y aunque nada tiene que ver con el duelo que supone el adiós a una persona querida, la realidad es que perder lo que te importa, sostiene o equilibra es doloroso y la incertidumbre que se genera angustiosa y desde el agotamiento físico y emocional, todo cuesta mucho más de compensar.
Un año más de montaña rusa y de resituarme en una realidad. Un año más de practicar la presencia, el estar, sentir y disfrutar de todo lo que la vida trae, en estado crudo, y reconducirlo a mis libretas, llenas de palabras, de historias, de garabatos, de mí. De llorar y reír. Y solo así podía renacer Luzía Sonríe, este espacio donde florecer sin reparos. Por fin, el miedo a exponerme dejaba paso a la necesidad de expresarme y mostrar lo que me hace feliz, lo que me compone y motiva. Así nació este blog, este trocito de mí que es mi ilusión, que sigue generando discordia con cada publicación, pero que me reafirma y refuerza.
Porque este ha sido un año de afrontar el miedo a mostrarme como soy, a sentirme rechazada en el mínimo gesto y querer desaparecer. A exponerme por medio de mi arte y mis escritos, a hablar en público por medio de la docencia en la Universidad. Un diente roto me ha costado, pero ha merecido la pena plantarle cara y superarlo, consumirlo con un abrazo y crecer. Sigo sintiendo la adrenalina recorrerme en muchas ocasiones, pero ya he comprendido que ningún león vendrá a comerme.
Entre medias, ilustré otra tesis. La más importante, la que, sin ser yo consciente, me ha permitido cerrar mi círculo, cerrar mi tesis truncada por un director que se descolgó tres años después y que me dejó a la deriva durante mucho tiempo, sintiéndome utilizada y a la vez dejando con el cabo suelto de la duda y la culpa que tras mucho tiempo y diálogo comprendí que esa pérdida no fue mi responsabilidad. Defendí mi no tesis a través de una ilustración arrebatada, bajo presión, sin tiempo para pensar mucho, solo el justo para hacer un trabajo del que sentirme orgullosa. Aquí el despido me fue muy útil, adquirió sentido. El duelo comenzaba a fluir.
También ha sido un año de dos mudanzas en tres meses. De despedirme precipitadamente de lo que sentía como hogar, aún siendo pequeño, abarrotado, húmedo, pero con sabor a mar y a protección, para venir a otro nuevo, grande, ajeno, frío e insípido al inicio, pero lleno de posibilidades, cerca de mis padres y con espacio infinito. Por fin, después de veinte años construyendo esta nueva casa en mi cabeza, se hacía realidad, y por suerte superaba todos mis sueños y deseos. Acababa una etapa, la de obra, que me estaba mermando, que era un lastre a la ilusión y la calma. Las cosas importantes cuestan, pero muchas veces me planteaba si era el camino adecuado. Ay, las dudas…
Arrastraba conmigo todas esas incógnitas y la incertidumbre y a una niña de tres años que no sabía cómo aceptaría un cambio tan grande que no tenía marcha atrás. Pero qué fácil lo hizo. Y supimos estar juntas. Acompañarnos. Expresarnos.
Y entre todos estos cambios, sobrevolaba una posibilidad: Madrid. Tres años de ser una familia a distancia ya empezaba a resultar demasiado duro, complejo. La distancia merma las fuerzas, pero refuerza nuestros sentimientos. Y a penas pasamos el verano en un lugar desordenado y a medio construir, nos fuimos a Madrid. De nuevo una casa pequeña y abarrotada, de ambiente seco y luz distinta, pero un hogar completo al fin y al cabo.
Iniciamos una nueva época, una adaptación compleja, a convivir de nuevo tres en un hogar, a un nuevo cole, un nuevo lugar, un nuevo trabajo. La piel se me volvió del revés y las tripas se me revolvieron ante el miedo, desaparecí sin dejar de estar presente, porque había previsto, por primera vez, el reto y el esfuerzo que suponía. Solo apreté los dientes, hasta romperlos. Literalmente. Y superé el bache, el pozo profundo en el que me metí a conciencia para salir volando meses después con unas alas que desconocía tener. La realidad es que no tenía alternativa mejor que resurgir. Me sentía preparada para afrontarlo y lo hice, con ayuda, por supuesto, pero con mi determinación por bandera y sin perderme. Como el que se prepara para un campeonato. Ajustando los tiempos, midiendo el esfuerzo y el descanso. Simplificando la vida sin perder el foco, sin dejar de lado lo importante, mi familia, mis necesidades básicas. Pero, sin descanso.
He estudiado y aprendido como nunca, concentrada en absorber cualquier detalle, sabiendo la importancia que tenía para lograr salir adelante. Me he sorprendido con los capacidades y con mis conocimientos, pero también con mi capacidad de asumir limitaciones. Y a la vez tomé la decisión de asentar un posible futuro en un laboratorio, aún cuando estudiar el técnico superior me esté quitando comodidades, pero suma esperanza e ilusión.
Y tras todo esto, Navidad. Una de las mejores Nochebuenas que recuerdo. De risas, alegría y sintonía. Y es que he aprendido a estar con presencia, a pesar de haberme sentido en muchos momentos de este año sola, sabiendo en todo momento que no lo estaba, sintiendo el calor de los abrazos en la distancia, en la cercanía.
Unas fiestas de frenar la rutina, pero no de descansar. Hace tiempo que no consigo un sueño profundo, libre, recuperador. Y creo que aún pasará mucho tiempo hasta que vuelva a tumbarme y descansar.
He escrito poco, pero bien. He leído mucho y a conciencia. Y he dibujado menos de lo que me gustaría, pero más de lo que esperaba.
Ha sido un año de logros personales, de los que nadie ve, de los que yo misma debo reconocerme. Ha sido un año de salud, de sentirme afortunada aún ciega por la oscuridad que me rodeaba. Un año de agradecimiento a todas las personas que han estado a mi lado, de manera incondicional, confiándome sus necesidades, escuchando mis lágrimas y mis alegrías. Estando ahí. No ha sido una etapa sencilla sino de construcción, de cimentar y crecer. De ser la mujer que necesitaba ser. De sobrevivir y sentirme orgullosa.
Un buen año al fin y al cabo, donde seguimos estando todos. No he alcanzado el éxito social, necesidad que ya quedó en el olvido tiempo atrás, que ya no importa, pero sí el personal, el que necesitaba de verdad y el que vivo con presencia en todos los momentos, los duros, los suaves, los cálidos y los fríos.