Luzía Sonríe...

Si las pulgas hablaran, picarían menos.

Retoques a la edad.

De nuevo me descubro frente al espejo, criticando nítidamente la calidad de los años que han transcurrido sobre este cuerpo que habito, centrada, ahora en una cara que parece empezar a ser atraída irresistiblemente por la gravedad. La de Júpiter, no la de aquí. ¿Cuándo le dije adiós a la tersura y a mi juventud? ¿Estaba yo distraída…

Lo que escribo
Relatos cortos

16/3/2024

De nuevo me descubro frente al espejo, criticando nítidamente la calidad de los años que han transcurrido sobre este cuerpo que habito, centrada, ahora en una cara que parece empezar a ser atraída irresistiblemente por la gravedad. La de Júpiter, no la de aquí. ¿Cuándo le dije adiós a la tersura y a mi juventud? ¿Estaba yo distraída aquel día o bien salió a hurtadillas sin despedirse, por miedo a mis berrinches?  No dejo de acariciarme los pómulos, de devolverlos a su lugar y esperar que ahí se mantengan. Qué ingenua…

Estirada. Flácida. Estirada. Flácida.

Había conseguido alcanzar cierta indiferencia con mi cuerpo, dejarlo hacer y aceptarlo. Que no se me entienda mal, lo cuido todo lo que una madre trabajadora es capaz. Un poquito de ejercicio, mucho correr detrás de los niños, comerme sus sobras, unas cuantas cremas, las que el bolsillo me permite… no está el momento para mucho.

 Después de aprender a convivir desde el cariño con esta carcasa que me ha tocado por cuerpo a la que siempre he tratado con dureza y desagrado, mis años me ha costado, por cierto, me descubro de nuevo en cualquier reflejo, examinando los restos de una juventud marchita. Siento que me estoy derritiendo como una vela. Todo caído: pómulos, pechos, barriga, culo… Hasta las ganas.

Me comparo, sin que de primeras pueda evitarlo, con las mujeres de mi alrededor. Y con las de más allá, para qué engañarme. Y miro con ansiedad mi edad, mis circunstancias, mis limitaciones. Ya no pensaba que tendría que esconder de nuevo los espejos de casa para evitarme, para no volver al desprecio con el que años atrás me trataba a mí misma con autoexigencia. Mis ojos tristes de párpados caídos surfean las olas que el paso del tiempo ha creado sobre mi piel. Para arriba, para abajo, para arriba, para abajo… un tsunami de flacidez cuelga por mi cuerpo, que recorro con la mirada, hasta regresar de nuevo a mi rostro, cansado, ojeroso, blando y salpicado de distintos tonos de color.

—El láser ayudaría a unificar el tono. Un poco de botox en el entrecejo, quizá los pómulos con hialurónico, pero lo labios… los labios no te los tocaría…— un rayo de esperanza debió movilizar mi expresión hacia la fugaz alegría, algo que el dermatólogo debió percibir ya que, un segundo después remató con un certero: “ya no hay tratamiento alternativo para ti que no sea la medicina estética”.

Bueno, quizá una bolsa de cartón con agujeros sería más barata, pensé yo, pero no me atreví a desvelarle mi secreto.

Aquel médico había hecho el agosto con mi cara en esa consulta llena de intimidantes luces blancas, bajo las que evitaba exponerme a toda costa para no realzar las imperfecciones mencionadas y otras que yo veía dispersadas por todo mi cuerpo. Reclinada en aquella pulcra camilla me revolvía inquieta, escuchando el crujir del papel blanco de un solo uso. Una vez que se arrugaba, iba directo a la basura y uno nuevo. Más joven. Sentí lástima por él.

Vulnerable y expuesta, rodeada de un orden extremo de escasa belleza seguía bajo el ojo observador de aquel ser despreciable, al menos así empezaba a apreciarlo yo. La belleza, en todo caso, nos la llevábamos nosotras en la cara puesta, a cambio de unos bolsillos vacío.

¿Y si pruebo una vez a…? La alarma del reloj me devolvió a la realidad y me evitó caer en las tentaciones que aquel médico grabó a fuego en mi cerebro antes de salir de su consulta hacía ya unas semanas. Entraba a trabajar a las siete de la mañana, dejando a mis pequeñas fieras dormidas, ya se encargaba mi madre de luchar hasta soltarlos en el colegio un rato hasta la hora de recogerlos. Y después, parque, ducha, cena… mientras yo echaba mis horas ganando el dinero insuficiente para recobrar una efímera juventud. 

Me miré una última vez al espejo antes de irme a vestir. Mi cara, hiperexpresiva, mostraba el reflejo desilusionado de la preocupación por cumplir años y la culpa por no haber sabido cuidarme mejor. Esa debió ser la misma expresión que puse sobre la camilla de aquel embaucador de bata blanca, mostrando libremente a mis dos arrugas centrales, las del entrecejo, las que se acentuaban sin yo ser consciente de ello. Pero, en ese momento, tal como hacía yo ahora ante el espejo de mi casa, ya estaba ahí mi médico con sus dos pulgares, y por supuesto, con toda la delicadeza que le caracterizaba, para estirar suavemente mi frente hacia lados opuestos. “El once lo llamamos! O las dos barras, como prefieras. ¿Yo también lo tengo, ves? Es algo muy frecuente” añadió señalándose entre las cejas con una risilla, de lo más inocente, sí, pero que me despertó las ganas de estamparle la cara contra aquel espejo de verdades. Lisa y gratis se la iba a dejar yo a aquel insensato.

Por fin llegó el final de esa tortura clínica, a la que había ido como mera revisión de mis lunares. En qué momento se me ocurrió preguntarle por alguna crema para mi curtida piel… nos dirigimos a la puerta de su consulta para despedirnos (por fin) no sin antes lanzarme el dardo envenenado que se me clavaría en el cerebro cual mantra: “lo acabarás haciendo. Pero no tardes mucho que sino…”. Me dejó a mí acabar la frase en mis adentros, día tras día, ante mi propio reflejo y bajo unas luces más bondadosas que las de aquella consulta, las de mi propia casa. Bondadosas sí, pero no milagrosas.

La presión social es grande. La inseguridad creciente, a la par que mi negativa a que no haya alternativa para mí. Y no es que me niegue a la realidad, lo sé, la vejez cabalga surcando mi piel a una velocidad cada vez mayor. Ya no recuerdo la última noche que dormí bien, ni la sensación de plenitud y cuidado, ni lo que es sentirse bella, exultante, llamativa, deseada. Hay tantos calificativos que ya no podré usar para describirme… Simplemente, la vida a veces me viene tan grande que no hay ni tiempo ni dinero para frenar el paso de los años. Eso sí, es lo único que me viene grande porque los pantalones cada vez se me estrechan más a las caderas y los sujetadores sujetan menos. 

Y, sin embargo, a mi alrededor prospera la belleza y la exquisitez en los rostros, los brillos sublimes, la tersura, la densidad de pómulos, turgentes y jóvenes ya entrada la edad de la flacidez. Y ante esa exultante belleza y esas frentes alisadas, destaca mi entrecejo, el que no debo fruncir, pero que me viene de nacimiento. Mi expresión seria, mi intercambio de arrugas de la frente a los ojos de los ojos a la frente. Sería. Sonriente. Sería. Sonriente. Enfado, sonrisa, enfado, sonrisa. O sonrisa enfadada, porque mi “once” va por libre.

Y no, no me quejo ni me opongo. Me fascina ver esa juventud en los rostros de personas que ya despidieron la treintena hace años. Me genera esperanza, valoro la valentía por lanzarse a ser más bellas, a cuidarse y por tener las posibilidades de mantenerlo en el tiempo. El esfuerzo es grande, económico, de tiempo, de seguridad en sí mismas. Lo valoro y me alegro.

Yo no me atrevo. No me atrevo a quererme de otra manera. Envejecer sin aceptarme. La presión es grande, la proliferación de la belleza más. Y ante el espejo me observo y no encuentro en mí destello alguno de juventud ni belleza. De nuevo, vuelvo a sucumbir ante el físico, ante el desprecio a un cuerpo en el que no encajo, que me pica como un jersey de lana, que me ha encogido, que me aprieta, como mis pantalones.

Carnes flácidas de caída incipiente, rellenas de grasa, de surcos, de lágrimas derramadas. Así, tal cual, como se derrama la cera y solidifica, así son mis pómulos, mi cuello, mis pechos. Todos blandos, lánguidos y caídos. Y no irán a mejor. Y con cierta lucidez, mientras me arreglo para ir a trabajar, siento que aceptar lo que viene es la otra alternativa, sin dejadez, sin pereza, pero sin la necesidad de buscar una juventud que ya no tengo. Abrazar mis arrugas, por necesidad, pobreza, porque no tengo remedio o, simplemente, por que es parte del envejecer. Simplemente, no perder el control bajo la droga de detener el tiempo y dar pasos atrás. Cultivar la belleza desde otro ángulo y valorar la perfección y el destello de otros rostros que no son el mío, con admiración y deseo, pero lejos de mis aspiraciones, de mis necesidades. Seré un recuerdo de lo que el tiempo, la vida y el trabajo genera en las mujeres de alternativas escasas.

Envejecer. Esa palabra maldita de naturaleza inevitable. Envejecer, ese proceso tan temido, tan odiado. La parte más importante de la vida. 

Laura Sánchez — Luzía Sonríe