Si quedaba algo de inocencia dentro de mí, ese día, sentada en aquel baño infantil de azulejos rosas, se rompería en mil pedazos para no poder recomponerla. El teléfono me ardía en la oreja mientras sentía el frío y la humedad del suelo calarme los huesos. Días después me preguntarían por aquellas heridas de las que no era consciente, pero en ese momento las uñas clavadas sobre la piel de mis piernas desnudas aliviaban la angustia de un corazón maltratado. Mis ojos eran un río silencioso, incontrolable, pero estaban fijos en esas estúpidas toallas suaves con puntillas blancas en las que tenía casi prohibido secarme. Nadie me lo había expresado así, pero yo sabía que eran solo un adorno más de aquel pequeño aseo, como lo era en ese momento mi cuerpo, vacío y hueco. Una carcasa rellena de nada.
Jamás llegaría a suicidarse a pesar de repetírmelo constantemente, pero esa amenaza que entró por mi oído penetró como una astilla en mi cerebro y se encajó entre los engranajes de mi reloj hasta paralizarlo. Fue su último “click” por mucho tiempo. Pero, la juventud que me recorría las venas y la presión del paso del tiempo acabó por romperlo para seguir funcionando, a su manera. Mellada como iba, mi cabeza volvió a dirigir mis impulsos y como si de un edredón cuando acaba el invierno, metió como pudo en un saco el constante sonar del teléfono, las agresiones verbales, el llanto y el tintinar de la falta de respecto, la propia y la ajena. Recogió mi culpa, mi miedo, todo ese rechazo y lo envasó al vacío queriendo preservarlo del polvo en un rincón, el más profundo.
Durante muchos años ya no di la hora exacta como un reloj roto que se atrasa por segundos. Daba campanadas a destiempo, entre gritos y silencios. Pero, desde la ingenuidad, me contentaba con escuchar el compás de su “click” y de su “clack”.
Veinte años después ha llegado el siguiente invierno y sin darme cuenta me he visto delante de aquel fardo polvoriento lleno de la mugre del paso de los años y el descuido. De aspecto liviano, pesa más de lo que recordaba. Y mi reloj, el que creía roto, me indica que ya es la hora de deshacerme de aquel montón de polvo y miedo y entender todas las persecuciones que he librado dentro de mí estos años.
Me envuelvo entre los recuerdo roídos por el tiempo, sucios y de intenso olor a humedad para después lanzarlos al fuego del olvido. Durante años me he preguntado porqué no albergaba odio hacia el imbécil que no acepta un final. Ese hijo de la gran puta siguió su camino sin suicidarse mientras que fui yo la que por dentro se dejó caer al vacío sin más, hasta tocar fondo y no morir del todo. Cargué contra mí con todo el arsenal que tuve sintiendo la culpa ajena con sumisión. Pero ahora, después de tanto, todo se va apagando hasta extinguirse conforme arde el edredón podrido hasta desaparecer.
Lavo mis manos y mi cara en aquel mismo lavabo que limpió mis lágrimas tiempo atrás y al mirar a la izquierda siguen ahí aquellas mullidas toallas, aguardando su momento. Veinte años y un reloj mellado he necesitado para secarme en ese suave algodón rosa.
Luzía Sonríe…